martes, 25 de enero de 2011

Jane C. Dick



         Tras la muerte nos recibe una estancia. Así lo describió Don Francisco García De Mora, salmantino octogenario, tras recuperarse de una embolia que lo dejó con la mitad izquierda de su cuerpo paralizada. Escribió su hallazgo con la mano diestra. Había descubierto qué había más allá de la vida. Nos recibe una estancia. Allí ya no disponemos de nuestro cuerpo: primero somos un diamante del tamaño de una uña de recién nacido; después el diamante crece para convertirse en una suerte de vara de cobre terminada en espiral; por último, somos una roca de río que escala una corriente de agua. Todo sucede en aquella estancia, donde no hay espejos ni agua; sólo hay un inmenso papiro, que muestra lo que parece un inabarcable árbol genealógico.
El recién muerto conoce qué debe hacer, si no lo supiera, estaría perdido. Pero lo sabe. Aquel árbol dibujado sobre el papel no es un árbol genealógico, son los infinitos albures que abarcaría una vida humana. El breve y fino tronco inicial representa el nacimiento, éste pronto se ramifica: en una de las posibilidades el recién nacido respirará sano y salvo; en otra brotará con el cordón alrededor del cuello; en la última una matrona arrancará el cuerpo ya muerto. Son sólo tres ejemplos de las primeras decenas de ramificaciones que el que acaba de morir observará en aquel papiro gigante; todas ellas [salvo la tercera, cuya línea queda cortada] son, a su vez, multiplicadas en otros tantos senderos. Cada decisión, hasta el más mínimo capricho que genera una vida, y sus rizomáticas consecuencias, están allí documentadas. El muerto debe observar aquel mapa, y reseguirlo como un laberinto, escogiendo entre cada una de las encrucijadas. Dispone de apenas catorce horas para tomar tan inabarcables decisiones; pasado este tiempo, la piedra deja de rodar río arriba, transubstancia la roca en el iris de un mamífero anciano, y el muerto renace en forma de una nueva persona, cuyo destino acaba de quedar marcado. De alguna manera, cada uno de nosotros ha decidido su propio porvenir, pero lo olvidamos.
Don Francisco García De Mora, que ejerció de profesor de Filología Clásica en la Universidad de Salamanca, seguramente conocía la mitología del pueblo ecuatoriano La Tolita, por lo que no resultaría casual los paralelismos que se establecen entre la visión del salamantino y las narraciones de los tolitas acerca del devenir de los muertos. Seis semanas después de padecer la embolia, el 26 de enero de 1929, Francisco fallecía. Lo hizo convencido de una idea que no registró en su extravagante manuscrito, pero que sí confesó a algunos íntimos amigos: su espíritu se había reencarnado en unos mellizos, nacidos en algún lugar del mundo. La mitad del cuerpo que arrastraba inmóvil pertenecía al hermano que iba a sobrevivir; cuando su mitad derecha falleciera, con él se acabaría la vida del otro hermano mellizo. El superviviente sentiría a lo largo de la vida la ausencia brutal de su mitad. 



Texto publicado originalmente en el número 107 [del mes de enero] de la revista "miNatura".

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