En una ocasión, a los pies de la Iglesia de San Narcís, en Girona, discutí con un compañero la posibilidad de descifrar en los evangelios bíblicos cuestiones impúdicas acerca de Jesucristo. Yo lo consideraba improbable; si la oficialidad eclesiástica había escogido aquellos cuatro textos, descartando todas las otras narraciones sobre la vida del mesías, debía ser porque allí [en las versiones de Mateos, Marcos, Lucas y Juan] se mostraba la imagen idónea del Cristo que querían para su iglesia. Mi compañero discrepaba. Él estaba convencido que cualquier buen análisis de un texto desvelaría las connotaciones, los engaños y las quimeras que el autor quiso ocultar; la Biblia no sería una excepción.
Mucho tiempo después de debatir este asunto, aquel amigo me remitió una carta en la que trataba una cuestión mucho más grave e íntima que aquélla; rescataba, en dicha carta, esa discusión literaria que yo ya había olvidado. Me escribía, cito de memoria, que un texto compuesto por un mentiroso podía delatarlo con más claridad incluso que una máquina de la verdad. Volvía a utilizar los argumentos de las connotaciones, del escándalo que produce lo callado, lo no dicho. Y sumaba dos ejemplos para apuntalar su hipótesis: Dios quiso crear a unos seres obedientes y fundó en cambio a Adán y Eva; Franz Kafka pretendía provocar la carcajada y sus textos se convirtieron en motivo de espanto [se podría añadir un ejemplo, inverso al de Kafka: el cine de Ed Wood]. Al fin, lo que Albert Tort argumentaba [terminé por nombrarte, espero no te importe] era la clásica cuestión: el texto escapa a las voluntades de su creador; en último término, de hecho, el creador no es más que un mero intermediario, una herramienta en la cadena de un mundo textual; el escritor no controla sus manuscritos, y éstos lo suelen traicionar y parodiar sin compasión.
Hoy estoy muy cerca de dar la razón a mi compañero; la verdad es que su dialéctica siempre termina por vencer mi cabezonería. Un caso evidente, además, se ha cruzado en nuestro camino. El grupo musical Astrud abraza la resurrección contemporánea de la mística y la alquimia. Sus canciones e iconografías así lo evidencian [visionar el video adjunto como ejemplo]. En cambio, Manolo Martínez, escritor de las letras, nos confesó hace unos días su absoluto rechazo a cualquier forma de trascendentalismo.
En un próximo artículo desarrollaremos esta magnífica contradicción.
Tengo un amigo, para más INRI científico, cuyo vicio secreto es leerse de forma repetitiva los discursos de darwinista al ser premiados. El siempre dice que el que habla siempre habla mucho más de lo dicho. Y para que lo entienda siempre me menta los tratados anti-supersticiosos de la edad media, escritos a petición de lo más alto de la jerarquía (eclesiástica, pero no siempre).
ResponderEliminarY yo lo escucho... y ahí me quedo. Y no sé cómo llamar a lo suyo.
Gran entrada con verdades que delatan al autor ;-)
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