Encontré la caja a los pies de un contenedor de basuras, sobre un deshilachado jersey rojo de cuello alto. Era una caja metálica, negra, de 10 centímetros cúbicos. Emitía un ruido extraño, como golpes de uña sobre una mesa de acero; así me llamó la atención. Recogí la caja y la llevé a casa.
Abrí la tapa superior. Dentro, una canica botaba sobre el suelo de la caja; se alzaba unos 7 centímetros y volvía a caer; así constantemente. Parecía un mecanismo de reloj fantasmagórico. Observé el artefacto 39 minutos, contabilicé 4156 golpes. Pasado aquel lapso de tiempo, decidí investigar el funcionamiento. Cogí al vuelo la canica; era fría y ligera, transparente y con un ribete anaranjado, como disecado, en su interior. Mi sexo respondió al tacto de la bola con una dolorosa erección; después un relámpago escaló mi espalda: solté la canica. Cayó al suelo y quedó clavada; como si pesara toneladas. La abandoné unas horas, en las que tuve la tele encendida frente a mí. Hace 3 años y medio de aquella tarde.
Creo haber comprendido el funcionamiento de la esfera. Cuando volví a dejar caer la canica, aquella misma tarde, rebotó contra el suelo, alcanzó la altura de mi mano, y volvió a reposar contra el piso, con un golpe seco. El siguiente lanzamiento fue seguido de 4 repiques. Después 16. Cumpliéndose los cálculos, el quinto lanzamiento dio lugar a 256 rebotes. Una vez lanzada, me era imposible detenerla: era igual que intentar atrapar el aire con las manos. Adicto, dejé caer la canica a 2,5 centímetros del suelo; contemplé los 65536 saltos, a lo largo de 4 horas y 30 minutos.
Repetí tal acto demasiadas veces. Logré abandonar esa práctica durante dos años. Pero hace 16 meses, un 13 de abril, regresé. Mientras esto escribo, la canica, a mis espaldas, aún rebota contra el piso; constantemente desde aquel día, como un balazo en mi cráneo. Si mis cálculos no son erróneos, en pocas horas se detendrá. Se quedará quieta sobre el hueco que ha erosionado en la baldosa. He soñado con ese momento estático.
Cuando suceda, espero acaparar fuerzas para recuperar la caja metálica, dejar caer con cuidado la canica en su interior, cerrar la tapa. Y abandonarla en algún zarzal de Montjuïc.
Me fascina el ritmo del relato. Me encantan los números.
ResponderEliminarY cómo me sobra a la vez este comentario, del incapaz de cerrar la caja; de dejar transcurrir para mi para siempre ese momento estático, soñado.
¡Al zarzal con ella!
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